Es un intento inusualmente hábil y correcto para dar continuidad a un filón finiquitado, el que generó la novela de Robert Ludlum editada en 1982, que parecía haber recibido su golpe de gracia definitivo cuando el director de las dos entregas previas, Paul Greengrass, y el protagonista de las tres que componían la serie hasta ahora, Matt Damon, se negaron a intervenir en una prolongación de la misma.

El principal responsable del logro es, por supuesto, Tony Gilroy, guionista de las andanzas del agente Jason Bourne, que es el hombre que más a fondo conoce este universo de espionaje poco convencional y que ahora se ha convertido también en realizador. Su gran reto, del que sale bastante airoso, ha sido crear a un personaje, cuyo nombre es Aaron Cross, que hereda buena parte de los esquemas que definían al protagonista anterior, justificando un entorno similar en el que el juego sucio de los espías y las consiguientes dosis de acción se compaginan adecuadamente.

Es posible que la cinta no suscite la misma intensidad que sus predecesoras, porque el efecto saturación y la ausencia de sus principales iconos son un factor de peso, pero es cierto que el rigor precedente no se ha perdido y las dos horas largas de metraje, solo empañadas levemente por un excesivo alargamiento de la secuencia final de persecución, no pesan casi nunca y suscitan interés.

El nuevo agente, Aaron Cross, no pertenece a la CIA sino que forma parte, junto a otros cinco colegas, del denominado programa Outcome del Departamento de Defensa de Estados Unidos, que han sido reclutados para llevar a cabo en solitario delicadas y trascendentales misiones de espionaje en los focos más candentes del mundo actual. Pero cuando, por motivos que no quedan claros, su actividad colisiona con otro programa, el Treadstone, se desencadena un conflicto que motiva, nada menos, que esos seis agentes deban ser eliminados.