Supera los peligrosos riesgos que afrontaba y evita la trivialidad y lo burdo erigiéndose en una deliciosa y pícara comedia romántica con capacidad para suscitar la sonrisa con un guión a menudo inteligente. Es obvio que fuerza algo más de lo deseable las cosas para componer un cuadro final idílico, pero es el tributo que hay que pagar de más en relación con las exigencias propias del género.

Lo cierto es que esta historia ambientada en la Inglaterra victoriana puritana y mojigata sobre la revolucionaria invención del vibrador eléctrico remite a un pasado que aunque resulta un tanto caduco en ningún caso impide que parte del debate que abre sea de notoria actualidad. La directora norteamericana Tanya Wexler, desconocida en España pese a que sus dos películas previas tuvieron muy buena acogida por parte de la crítica, ha sabido encontrar el toque y el sabor idóneos para que el producto no deje de funcionar y mantenga buena parte de sus estímulos.

Con el eficaz respaldo de un magnífico reparto en el que los actores secundarios, los veteranos Jonathan Pryce y Rupert Everett, este último impagable en su papel de mecenas gay, se «comen» a menudo a los protagonistas, Hugh Dancy y Maggie Gillenhaal. Con una esmerada recreación de la época, la película nos lleva a un Londres de 1880 en el que se diagnosticó de histeria, hasta el punto de que se calificaba de epidemia, el malestar generalizado de las mujeres marcado por la frigidez y la ninfomanía, la ansiedad y la tendencia al llanto.

En realidad se utilizaba este término para ocultar la verdadera realidad del asunto, que no era otro que la insatisfacción sexual de una mujer que no era complacida por maridos impotentes o poco fogosos. Un estado de cosas que colaboraron muy eficazmente a superar dos médicos, el veterano Dalrymple y el joven Granville.