La veteranía, se dice, es un grado y en este caso se hace harto evidente en una película que viene avalada por profesionales maduros de Hollywood, todos ellos, desde el director y protagonista al guionista y autor de la novela con más de setenta años, que demuestran que continúan en plena forma.

El mérito principal de sus virtudes, que no son pocas, recae sobre un Al Pacino que reitera su categoría y su talla de actor. En su doble condición de intérprete y de productor, ha sabido estar a un gran nivel y demostrar que es un todoterreno y que sabe pasar de la comedia al drama, con plena convicción, sin apenas transición, y logra, con su arte de saber estar, provocar la sonrisa pero también consolidar los resortes dramáticos.

Este proyecto es una iniciativa suya, ya que se prendó del libro de Philip Roth en el que se basa y logró que el director Barry Levinson compartiera ese mismo sentimiento para que el rodaje se pusiera de inmediato en marcha. Y aunque no es una gran película, tiene la suficiente enjundia para que el espectador disfrute. Cuarto libro de Philip Roth que se adapta al cine, tras El lamento de Portnoy, La mancha humana y Elegía, ésta es una historia que profundiza en la crisis intelectual, física y profesional de un actor, Simon Axler, entregado sobre todo al teatro pero con incursiones en la pantalla, que siente que la memoria le traiciona, que no tiene capacidad para memorizar sus papeles y que en esas circunstancias, que conllevan en él tendencias suicidas, lo más digno es jubilarse.

Para quien ha dedicado 50 años de su existencia a la actuación, que ha conquistado la gloria y el prestigio con obras de Shakespeare y cuya lucidez está fuera de toda duda, esta nueva coyuntura resulta especialmente amarga. Si a partir de esos datos todo hace pensar en un terrible y demoledor drama, la realidad es, en buena parte, distinta y hasta ensaya a menudo un tono de comedia negra más que sabroso.