Es imaginativa, ocurrente y original y, aunque no siempre sus soluciones son igual de brillantes, nadie puede negar que su director y coguionista, Michel Leclerc, ha abierto un camino personal que mereció, por ello, el favor del público galo, que lo agradeció con casi un millón de espectadores.

No sólo eso, la máxima recompensa del cine galo, Los César, la premiaron con dos estatuillas, la de mejor actriz para Sara Forestier y la de mejor guión. Todo ello da la medida, desde luego, de una comedia romántica inusual que tiene capacidad a menudo para despertar la sonrisa y que esconde, bajo una serie de propuestas que a veces son algo caricaturescas y probablemente exageradas, un delicioso sentido del humor.

Con el peso evidente de una marcada influencia de Woody Allen, que el mismo realizador confiesa, tanto en su afán de burlarse de sí mismo como en soluciones narrativas que incluyen en un mismo plano a un personaje joven y adulto.

Un más que eficiente Leclerc ha retomado ingredientes autobiográficos a la hora de plasmar una historia de amor teóricamente imposible, porque la protagonizan dos seres incompatibles, que precisamente por eso acaba prosperando. También es determinante en la misma, no ya la pertenencia a una comunidad, sino mucho más que eso el entorno familiar. Con este planteamiento se va consolidando la unión entre Arthur Martin, un hombre tímido, conservador y de madre judía, que aborrece su nombre por lo común que es, y Baya Benmahmoud, una mujer sin prejuicios, practicante del amor libre y de izquierdas, que es hija de un argelino musulmán.

Con un marcado acento antirracista, la película adquiere su verdadero sentido en la actitud de una protagonista que lleva su práctica ideológica a las últimas consecuencias.