Se apoya en dos logros esenciales, el hábil y elaborado sostenimiento de una intriga que nunca pierde intensidad y que invita al espectador a sufrir parte de los estragos que viven los personajes, y la consistencia de un factor dramático que es, probablemente, su mayor virtud y la que garantiza la estabilidad de las imágenes. Es cierto que en contados momentos la cinta no alcanza plenamente sus objetivos, aunque a la luz de lo que ofrece, dificilmente las cosas podían haber ido mejor.

La película podría ser un thriller y haber exprimido con mayor énfasis factores como la tensión, la inquietud y hasta el terror, pero Bo Odar ha preferido, sin obviar todos los resortes citados, primar los elementos dramáticos, de modo que su crónica criminal, como podría definirse, se mueve en un delicado equilibrio entre géneros que refuerza de forma especial la entidad humana de los personajes.

Lo hace desde la primera secuencia, que nos traslada 23 años atrás, a 1986, sobre la base de un trágico suceso, la violación y asesinato de una niña que paseaba en bicicleta por una zona rural.

Lo más sorprendente es que un suceso similar tiene lugar en el presente, con inquietantes coincidencias en la fecha y en el lugar. Todo parece indicar que el supuesto pedófilo ha vuelto a actuar y ahora nadie está dispuesto a que vuelva a imponerse la impunidad.

El mismo y veterano detective vuelve a la carga y también un policía que vierte en su labor toda la inestabilidad que le ha creado la reciente muerte de su esposa. Con un aspecto decisivo y es que el espectador sabe mucho más de lo que ha pasado que la policía, ya que el guión descubre datos que la investigación ignora. Con ese planteamiento y con la labor siempre estable del director, la cinta conserva su interés y su solidez.