Emplea la misma fórmula de las tres entregas previas de la franquicia, es decir espectaculares números musicales callejeros con multitud de bailarines y un ingenuo argumento reivindicativo con componente romántico, tratando de repetir, cuando menos, la misma suerte en taquilla. Lo hace con mediana fortuna, mejor en el plano musical, que se vale de los recursos de las 3-D, que en el de un argumento previsible, maniqueo y de una inocencia más que notable.

De todos modos no desmerece apenas de las versiones de 2006, 2008 y 2010, dirigidas por Anne Fletcher, la primera, y Jon M. Chu, las dos últimas. El nuevo realizador, el debutante en el largometraje Scott Speer, no desentona de sus colegas precedentes, sin duda porque el nivel no era nada elevado y aquí se ha apostado más fuerte por la espectacularidad.

Los dos protagonistas, Ryan Guzmán y Kathryn McCormick, ninguno con experiencias previas, bailan y actúan con discreción, encajando en los gustos de un auditorio mayoritariamente juvenil. Por lo que atañe al aspecto musical, llamativo pero muy artificioso, la película se apoya por completo en la especialidad denominada Flash mob, un baile meticulosamente planeado y bien organizado que, como señalaba el productor, se realiza en público y que parece espontáneo. Se hace en directo y sobre la marcha, creando al máximo esa sensación de que puede ocurrir cualquier cosa. Eso y el siempre llamativo decorado de una Miami soleada y tórrida se erigen en sus esenciales aliados. Son las armas que dispone la pareja de turno, el camarero Sean y la bailarina Emily, para lograr sus metas profesionales. Como es obvio Sean y Emily se enamoran y el obstáculo imposible que supone la realidad del padre de ella se supera con una especie de burda reconversión moral e ideológica.