Divertida, ingeniosa y deliberadamente irreverente, con unos diálogos que acumulan los «tacos» de carácter sexual, esta es una de esas comedias que crean estilo y que, con su buena acogida en taquilla en todo el mundo, tienen capacidad para generar secuelas. Aunque tiene alguna recaída sensible, especialmente la que origina el asunto del secuestro, que es innecesario y ajeno a la esencia de la película, suscita la sonrisa en la mayor parte de su contenido.

Es el debut más que sorprendente en la dirección de largometrajes del guionista de la televisión norteamericana Seth MacFarlane, que ha volcado su sentido del humor en una historia concebida en principio como serie de televisión pero que, finalmente, con la colaboración de los guionistas que le acompañan en Padre de familia, Alec Sulkin y Wellesley Wild, se trasvasó al cine. Se ampara de forma esencial en un personaje de animación, el osito de peluche Teddy, que se mueve en un entorno de seres reales, con su dueño e inseparable compañero de fatigas, John, y los seres que le rodean.

Desde sus primeros fotogramas, cuando un gigantesco zoom nos lleva desde el espacio exterior hasta el seno del hogar de los Bennett, el relato adquiere claramente el tono de un cuento infantil infestado de un lenguaje adulto que provoca un llamativo y tremendo contraste.

Esa es la base, sin duda, de su vitalidad y de su facilidad para sorprender a un espectador que no asocia factores tan inocentes e ingenuos con palabras tan soeces y vulgares. Un cóctel explosivo que podía haber tenido efectos terribles, pero que servido en un guión imaginativo despierta la risa en dosis considerables. Porque el osito de peluche, doblado por un magnífico Santi Millán en la versión española, no tiene pelos en la lengua y denota una vitalidad para el sexo más que notable. Ted fue un regalo de Navidad de John que recibió cuando tenía ocho años y que le sirvió para superar sus graves problemas de aislamiento.