Acción pura y dura al estilo más tradicional, algunos toques de humor y de autocrítica y un evidente culto a la nostalgia conforman los ingredientes de esta secuela de Los mercenarios, que vimos en 2010, destinada a los incondicionales de Stallone y de algunos de los iconos más populares del cine violento y de justicieros de las últimas décadas.

Es cierto que el sentido de la ironía se impone felizmente en algunos momentos, sobre todo cuando Schwarzenegger define al grupo de «héroes» como piezas de museo, pero aún así sigue dejándose sentir un evidente culto a la personalidad de los protagonistas y se reitera, una vez más, que sus métodos supuestamente obsoletos continúan siendo los más eficaces y fulminantes.

Aunque aquí Stallone, que se mantiene como coguionista, ha dejado a la dirección a Simon West, su figura y su forma de ver y hacer las cosas prevalece por encima de todo. De ahí que el relato no sólo sea muy simplista y maniqueo, también se inspira abiertamente en Grupo salvaje, ensalzando la solidaridad y la venganza de un grupo de soldados de fortuna ante el vil asesinato de uno de sus compañeros. Si en el genial western de Sam Peckinpah la víctima, aportando un decisivo factor antiracista, era un descendiente de pieles rojas, aquí es el miembro más joven del colectivo.

La estructura de la película, por otra parte, es la habitual en estos casos, con el consabido comienzo explosivo, marcado por el punto final de una operación en el sudeste asiático que no deja títere con cabeza, y con la posterior reorganización del comando ante el nuevo reto que se les presenta, una misión en Albania que es fruto de una vieja deuda contraída por Barney Ross (Stallone) con su ex colega Iglesia (Bruce Willis), algo teóricamente sencillo pero que a la postre pondrá a prueba a todo el grupo de héroes. Rodada en escenarios búlgaros, la cinta es un cúmulo de tópicos y de frases hechas que reclama la atención.