El universo de J.R.R. Tolkien revive en toda su intensidad una vez más en la pantalla. Esta segunda parte del Hobbit conserva los elementos que han salvaguardado hasta ahora tanto esta trilogía como la de El Señor de los Anillos, que es el antecedente directo, y por eso no supone ninguna osadía aventurar que seguirá gozando del favor del público y del entusiasmo de sus incondicionales.

Eso sí, se deja sentir el hecho de que la historia se estira en exceso, alargando numerosos momentos que pueden romper mínimamente el ritmo de la trama. Y es que si Peter Jackson se vio obligado a resumir la primera de las trilogías adaptada al cine, un texto muy voluminoso editado en 1950, en esta segunda ha experimentado el proceso contrario, ya que el libro, que vio la luz en 1937, ni siquiera alcanza las 200 páginas y el metraje global de las tres entregas supera las siete horas. Pero sigue ejerciendo un considerable poder de fascinación.

Seguimos aquí el viaje por la Tierra Media del Hobbit Bilbo Bolsón, que ha asumido el compromiso, alentado por la insistencia del venerable Gandalf el Gris, de recuperar el perdido reino de Erebor, usurpado por un gigantesco y terrible dragón de fuego, Smaug, que protege también un fabuloso tesoro y que ha acabado drásticamente con un periodo de enorme bonanza. Bilbo se ha visto obligado casi a cumplir una misión imposible merced, además, al sostén de trece enanos como él que están a las órdenes del mítico guerrero Thorin Escudo de Roble.

La tarea es, desde luego, muy complicada y repleta de novedades que contribuyen a avivar el espectáculo. Así, el encuentro con Beorn, el cambiador de piel, y la dura y agotadora lucha contra un enjambre de Arañas gigantes en el peligroso monte Mirkwood. Después vendrá la Ciudad del Lago, para llegar finalmente a la Montaña Solitaria, que es el reducto del dragón, que emerge de forma increíble a través de las toneladas de monedas que conforman el tesoro del Reino.