Opinión

Medidas de gracia: una vez y no más

Quien haya vivido muy de cerca las vicisitudes del Principado desde la transición podrá comprender hasta cierto punto que el nacionalismo catalán se exacerbó por la acumulación de desentendimientos con el Estado central

Laura Borràs.

Laura Borràs. / ACN

Algunos, no sé exactamente cuántos, sentimos una sorda irritación cada vez que un miembro de la dirección de Junts manifiesta con arrogancia —siempre se es arrogante cuando se afirma una desmesura— que «ellos» no han descartado la «vía unilateral» a la independencia. La presidenta de Junts, Laura Borràs, insistió hace apenas unos días en que su partido no puede renunciar a la vía unilateral para conseguir la independencia de Cataluña «viendo cómo actúa el Estado que tenemos enfrente» y señaló que están intentando conseguir este objetivo «pacíficamente, por procesos democráticos y buscando ese entendimiento». En esta misma intervención, Borràs subrayó que Junts es «un partido independentista nacido después del 1 de octubre» [de 2017] con la finalidad de «conseguir la independencia para nuestro país y ese continúa siendo el objetivo». «En ningún momento hemos renunciado a eso», concluyó. En realidad, Junts es la fuerza que ha ocupado el espacio político de CDC, la organización de Pujol, y aun de CiU, la coalición que gobernó Cataluña durante más de dos décadas.

La razones de este enfado que nos embarga a bastantes por el escaso tacto y la desvergüenza ofensiva de Junts son fáciles de entender. Aunque en democracia nunca hay argumentos válidos para la vulneración del estado de derecho, quien haya vivido muy de cerca las vicisitudes del Principado desde la transición podrá comprender hasta cierto punto que el nacionalismo catalán se exacerbó por la acumulación de desentendimientos con el Estado central, que no siempre fue todo lo delicado que procedía con una región de tanta sensibilidad con los asuntos identitarios. Sobre un tejido de agravios más o menos reales en forma de balanzas fiscales supuestamente desfavorables y de otras postergaciones de diversa índole, la reforma del estatuto de Autonomía, que podía haber mitigado aquel malestar, fue abortada de mala manera, después de que los ciudadanos se hubieran pronunciado en las urnas. Más tarde, Artur Mas no consiguió ni siquiera ser escuchado en Madrid cuando requirió una reforma del statu quo que otorgara a los catalanes un pacto fiscal semejante al vasco o al navarro. La entrada en ebullición de todo aquello acabó en disparate. Y las consecuencias resultaron muy serias: la sociedad catalana se fracturó internamente, la justicia actuó conforme a Derecho y dictó las graves sanciones ajustadas al caso, y muchos empresarios salieron huyendo de aquel incendio… para no retornar de momento.

Las consecuencias del 1-O fueron en fin devastadoras, y un mínimo sentido del Estado evidenciaba que había que aplicar terapias adecuadas para extinguir la inflamación. La preservación de nuestro prestigio ante la comunidad internacional nos obligaba asimismo a demostrar a todos que somos capaces de resolver nuestros conflictos con racionalidad y proporción, tratando de desjudicializarlos en la medida de lo posible y tendiendo puentes para resolver las fracturas.

Los indultos resolvieron el trauma más delicado, la privación de libertad de los cabecillas de la insurrección, sancionados por el Supremo con arreglo a la legalidad vigente. La derecha siempre se negó a las medidas de gracia, pero el tiempo ha dado la razón a los promotores progresistas de la iniciativa: en Cataluña se ha apagado gran parte de la tensión y se ha recuperado la convivencia. La amnistía deberá terminar de cerrar la crisis y nos permitirá, al menos en teoría, recuperar la normalidad.

Siempre, claro está, que todos aceptemos la legalidad democrática, que incluye internamente los procedimientos para reformarla. Ni nuestra Constitución ni ninguna de las de los países democráticos reconoce el derecho de autodeterminación de una fracción del Estado con relación al resto. Los canadienses, que tuvieron un problema parecido en Québec, lo han explicado con lúcida claridad. No puede haber ruptura unilateral y cualquier reforma territorial requiere la negociación y el pacto entre todas las partes concernidas. Nuestro Estado es el que es, y solo un gran acuerdo entre todos sus elementos podría modificar su estructura. Insistir en la solución unilateral es desdeñar la democracia misma. Y quede claro que si una vez se ha reparado el daño por vías extraordinarias, no sería posible repetir el proceso. Una vez y no más. Y que cada cual saque las debidas conclusiones.

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