Ha terminado. Bueno, terminó la semana pasada. Y nadie lo ha echado de menos. Ya forma parte del paisaje de Cuatro, de sus excesos, de esa marca de fábrica que ha ido creando a la sombra de Telecinco.

Hablo de Hermano mayor, ¿recuerdan? Es ese donde sacan a un sujeto con cara de pocos amigos, ese que tal vez camine por la calle con esa chulería del que pisotea los jardines, da patadas a las papeleras, y en casa, acobardando a la madre, acorralándola contra la pared, golpea el mueble de cocina, tira el frutero de cristal, o vuelca la mesa con la comida puesta.

Hermano mayor tuvo su gracia y su tirón en su primera época, cuando lo presentaba Pedro García Aguado. Viéndolo, además de pillar unos berrinches como espectador porque siempre pensé que la culpa de esas actuaciones de potro desbocado es de los padres, consentidores, acomplejados, padres que jamás le dieron un cachete al nene ni le hicieron ver que existe la palabra no.

Al principio de los tiempos es posible que colara la parte pedagógica del programa, esa que apelaba al fin educativo y de ayuda a otros padres que también tenían en casa a un ser al que reconocían como propio porque estos monstruos domésticos son clones que se mueven en las mismas coordenadas, agresividad, adicciones, violencia, egolatría, irresponsabilidad, vagancia, y otra serie de conductas que hacen de la vida de quienes tienen alrededor una auténtica pesadilla.

Desde hace un par de temporadas el testigo de Hermano mayor, con la salida de Aguado, lo recogió el boxeador Jerónimo García. Y aunque el esquema del programa es férreo, idéntico a lo conocido, el programa decayó. Es tan previsible que el factor sorpresa no existe. Es lo mismo desde que empezó en el año 2009. Aunque con el tufo a basurilla de Mediaset.