No sé si todos somos iguales ante la ley. Pero de lo que no cabe duda es que distamos de serlo en lo referente a la belleza con la que nos toca lidiar en esta aventura de vivir. Veo con atención hipnótica las intervenciones de Judit Mascó como invitada de Edurne Pasabán en Cumbres y de Martina Klein en Alaska y Coronas, y me digo una y mil veces que no es justo.

En plena escalada, en el albergue, bajo la lluvia, recién levantada... sea como sea, en cualquier momento del día o de la noche, la fisonomía de Judit es resplandeciente. Su cabeza se muestra la mar de amueblada. Y sus dotes sociales apuntan como las de la mejor líder salida del mejor coach. Empatiza con Edurne, sonríe que enamora, posee una mirada inteligente que embauca, y cuando parece asemejarse a una diosa, Pasabán saca de su mochila un regalo que le envía el padre de la invitada, un solemne bocadillo de anchoas del que Judit Mascó rinde cuentas con idéntico placer con el que lo saborearía cualquier mortal.

Otro tanto podría decirse de Martina Klein. Tan suelta y segura. Tan resuelta y asertiva. La armonía personificada. Y es que llueve sobre mojado. También acabo de ver la visita de Rodrigo Guirao al plató de Zapeando y las secuencias que roba Rubén Cortada en Bienvenidos al Lolita. Y sigo pensando en lo mal repartido que está el mundo. Dejo de afeitarme yo un par de días, y ese conato de barba o lo que sea me hace parecer un mendigo. Ay, cómo me acuerdo de la frase tótemica de Lina Morgan: «cómo se estropean los cuerpos». Al menos a algunos. Judit Mascó y Martina Klein no tienen ese problema. Iguales, sí, pero con matices.