De algo estoy convencido. Ni Chiqui Fernández ni Juanjo Cucalón tienen la culpa. Ni el que ilumina a fogonazo limpio tiene la culpa. Ni el que se encarga de que los pésimos y aburridísimos y antiquísimos diálogos se oigan tiene la culpa. Ni la que maquilla con brocha gorda a los actores y actrices tiene la culpa. Ni la que lleva a rajatabla el plan de rodaje tiene la culpa. Ni siquiera el taxista que lleva al personal de casa al plató tiene la culpa. Es más, la productora Brutal Media no tiene ni repajolera culpa. Ni siquiera el que le da al botón para que suenen las risas de lata, más falsas que un político en campaña, tiene la culpa. No la tienen ni los guionistas Alberto López y Pablo Fajardo, y eso que puestos a señalar con el dedo flamígero de la perplejidad y el despiporre, la pareja de escribidores ha creado un cóctel que si te revienta en la cara te llena de grasa y caspa con una virulencia del veinte.

Llegados a este punto de no retorno, Jordi Vives y Ricardo Álvarez, que dirigen el sahumerio tampoco son culpables de nada, y eso que rubrican el sin igual estrambote, a deshoras del tiempo, de lo que se espera de una serie de bien entrado el siglo XXI y en la televisión pública. Es en esa casa donde alguien, se supone que en su sano juicio, dijo sí a la grabación de una cosa llamada 'La pelu'. Si un simple espectador se dio cuenta del desastre a los dos minutos, no entiende que el gerifalte al leer el primer guion no se lo tirara a los pies al que se lo llevó al despacho mientras soltaba sapos por el gaznate por el atrevimiento. La 1 ha decidido esconder la emisión a horario de cuarto oscuro. Hay que buscar al culpable de haberle dado luz verde a este bochorno. Y que pague su culpa.