Lo mejor de la gala de los Goya de este año es que en algún momento tenía que acabar. Eso te daba fuerzas para seguir. Se lució Manel Fuentes. Consiguió buenos momentos, o quizá fuesen las ganas de pasarlo bien las que hacen que diga esto, pero el total, y fue un total excesivo, fue pesado, insulso, una de las peores galas de los últimos años por su extraordinaria sosería.

¿Quién ha sido el ideólogo de semejante estropicio? Me resultó una gala cansina, agotada, sin corazón, ese tipo de trabajos que se hacen sin gana, echando mano de fórmulas conocidas pero sin interés en superarlas. Menos mal que algunos participantes, aislados, lograron momentos de excelencia, como los que alcanzó el actor Álex O ?Doguerthy o los chicos de Ernesto Sevilla.

Capítulo aparte merecen esos aislados. Consiguieron picos de interés con sus mensajes, como el de Javier Bardem-los ciudadanos están por encima de los políticos, y mis compañeros por encima del ministro de anticultura. O con su conmovedora reacción ante el Goya cuando, paralizada, Terele Pávez dijo que «todo esto, hijo, por una sonrisita tuya».

O con la sorpresa de ver a la joven Natalia de Molina, mejor actriz revelación, diciendo que «nadie decida por nosotras». O con el disfrute de la finísima y afilada inteligencia de David Trueba, que además de triunfador soltó las mejores frases de la noche. España, dijo, es el país más rico del mundo porque, aunque llevan 400 años robándolo, todavía no se ha acabado. Y la más celebrada, «qué sería de la vida sin los insultos de la gente que nos debe insultar». Y poco más. Una gala para olvidar.