Supongo que sabrán de quién hablo si hablo de Eduardo Inda. Tiene un currículo de esos que parece que se comen el mundo y luego ni zorro ni lobo, siendo estos cánidos animales que tanto me recuerdan al mentado. A mí me lo recuerdan. No sé por qué, pero yo me echaría a temblar en cuanto un tipo así saca su sonrisa a pasear.

Igual que me daría cagalera si tuviera enfrente un bicharraco tipo hiena y supiera que mis heridas no me mantendrían de pie mucho tiempo. Qué miedo. Con este señor, al que ni lo seguí cuando dicen que hacía de las suyas como director del deportivo Marca ni lo he leído en mi puta vida en nada que haya escrito jamás, sea formato libro, sea columnita o lo que quiera que escriba en lo de Pedro José Ramírez -me da igual que ya no enseñe tirantes ni íntimos ligueros como director del papel-, con este señor, digo, sólo me relaciono por imperativo profesional, porque lo manda el guión de esta columna.

Así que mi conocimiento, mi repelús, mi rechazo, mi prevención, mi opinión, es sólo, y ya es mucho, por su presencia en televisión. Este señor tiene la habilidad de parecer sensato y ser dueño de una expresión de cordero degollado hasta que sus labios se van abriendo poco a poco, la comisura de la boca parece descender, ladea un poquito la cabeza, entorna casi sin que nadie lo note los ojos, e irrumpe su sonrisa.

Parece sincera, pero es la estrategia del cazador. Radiante, iluminada, blanca, pero sólo esconde los restos de la última bacanal con exceso de sangre. No me lo creo como periodista, que es lo que importa aquí. No me da credibilidad. Me resulta cínico, capaz de todo, incluso de mearse en el periodismo como haría un chacal cuando ha devorado a su víctima.