Comienza con signos discutibles y un tanto decepcionantes, corroborando que esta secuela es inequívocamente inferior a la cinta original, Sicario, dirigida por el brillante cineasta canadiense Denis Villeneuve en 2015, que abordaba el tema de la delincuencia y la guerra de cárteles en la frontera de México con Estados Unidos.

Es innegable que las primeras secuencias, con extremistas islamistas inmolándose y sembrando el caos con terribles atentados en Norteamérica, no encajan en la visión que sobre este tema y la forma de combatirlo nos ha ofrecido el realizador italiano Stefano Sollima en una filmografía interesante y rigurosa que comprende títulos como Gomorra y Suburra. Es más, sus planteamientos no difieren en exceso de los que patrocina el actual inquilino de la Casa Blanca. Por suerte, ese panorama experimenta pronto un giro notorio que nos traslada a un universo en verdad diferente y mucho más consistente.

Lo que en realidad es fundamental en la cinta no es otra cosa que la trágica y siniestra realidad cotidiana que envuelve a los miembros de los cárteles latinoamericanos de la droga, especialmente los de México y Colombia, convertidos en máquinas de matar de la forma más cruel e inhumana que se puede concebir.

Sobre esta base actúan los dos protagonistas, que ya lo eran de la película precedente, el agente de la CIA Matt Graver y el ex líder de un imperio del narcotráfico, Alejandro, cuya familia fue exterminada por un rival. Ahora, no se sabe bien si por afán de venganza o por una insospechada metamorfosis ética, puede formar equipo con su más implacable enemigo. Entrados en este decorado, el objetivo a secuestrar para lograr sus propósitos es la hija adolescente de un émulo de Pablo Escobar. Es la vía de acceso a una enconada y desigual lucha en la que el verbo traficar, también con seres humanos, se conjuga en todos los tiempos