Metidos en harina, los tertulianos pasaban con naturalidad de una cuestión a otra, de un tema interesante a otro de semejante calado. Hasta el punto que el moderador, Ramón Colom, optó por ejercer de observador, de escuchante activo, sin atreverse a interrumpir las intervenciones de sus cuatro invitados. El coloquio, albricias, estaba tan vivo, era tan inabarcable, que no había intervención que no sugiriese otra, ni cita que no remitiese a otras tantas, ni afirmación que no requiriera ser matizada.

Así sucedió en la última entrega de 'Millennium', dedicada a abordar el mal, de dónde brota la maldad humana, en qué medida es genética o adquirida. Bastó poner sobre la mesa el plato de cerezas, incitar a que una de los intervinientes tirase de una ellas para que, en racimo, las demás fueran enredándose. Era imposible parar. Imposible para los especialistas dejar de hablar, y para los espectadores dejar de escuchar (aunque cronómetro en mano fue Javier Sádaba el más parlanchín). Porque ante razonamientos tan bien expuestos no cabía más que el embeleso. La mirada cómplice.

Y terminada la sesión hacerse por enésima vez la pregunta del millón: cómo hemos consentido, como decía Jesús Quintero en su época, que la televisión haya sido asaltada por los mercaderes. Cómo es posible que estas disquisiciones tan apasionantes tengan que salir en antena al filo de las dos de la madrugada. Mientras, en los programas que van en la hora punta de la audiencia todo sean Lolitas, Bustamantes, Obregones, Bertines y familiares de la Pantoja.

En otro orden, 'El debate de la 1' salió en antena ¡entre la 1:30 y las 3 de la madrugada! Un programa de servicio público, producido con medios, que de verdad ayuda a comprender la realidad, tirado por la borda porque sí. Qué empanada mental tienen los rectores de la televisión pública.