Por lo visto, las retransmisiones se hacen solas. Sin realizador que las ejecute. Para la posteridad quedaron nombres como los de Pilar Miró, la de las bodas reales, o José Ramón Díez y Javier Montemayor, expertos en eventos olímpicos. Pero da la impresión de que la historia acaba con ellos.

Y que desde entonces un piloto automático ejecuta todas las tareas que lleva consigo una retransmisión de envergadura. Por comenzar por lo más reciente, ¿quién fue el responsable de la realización televisiva de la exhumación de Franco? ¿Por qué el nombre del profesional encargado de legar a la posteridad las imágenes de un día histórico tiene que mantenerse en el más absoluto anonimato? Hemos asistido durante el último año a retransmisiones ejemplares (televisivamente hablando) de los plenos y debates desde el Congreso de los Diputados.

Ningún profesional ha merecido el reconocimiento de ver su nombre en los títulos de crédito. Porque ni siquiera hay créditos. Siguiendo con eventos muy recientes, ¿qué me dicen de la transmisión desde Oviedo de la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias?

Rozó la perfección. Ni un plano a destiempo. Ni un mínimo titubeo. Todo en su sitio y en su momento. Si viviera Pilar Miró, y no se hubiera jubilado, y se ocupase a propuesta de la Casa Real o de la administradora única Rosa María Mateo de dirigir el operativo televisivo de esta ceremonia medida hasta el milímetro en el Teatro Campoamor, todos habríamos practicado el «rendibú» alabando su impecable profesionalidad. Por el contrario, como los realizadores han pasado al más estricto anonimato, a nadie parece importarle quién fue el responsable de que todo saliese tan bien. Y es que peca demasiado la tontería, reconozcámoslo.

Aplaudimos como posesos a quien toca aplaudir. Mientras otros profesionales de primera pasan completamente desapercibidos. En la tele y en la vida.